
Pronto las peleas con Mamá se fueron dando menos espaciadamente y llegó un momento donde decidí que quería morirme, que no iba a soportar sus planteos (no porque no quisiera sino porque seriamente NO podía soportarlos). Yo estaba demasiado sensible y débil como para cruzar dos palabras inteligentes sin agresiones, así que la mayoría de las veces terminábamos llorando las dos o yo llorando y mamá gritándome: “¡en esta casa no se puede vivir!” o Mamá llorando y yo regodeándome en mi demencia.
Era el infierno. No es una metáfora, nuevamente: estoy hablando en serio. Era peor que estar muerta, deseaba con todas mis ganas (con las pocas que me quedaban, al menos) estar muerta, enterrada, para siempre.